Ahora diré de la ciudad de Zenobia que
tiene esto de admirable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre
altísimos pilotes, y las casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y
balcones, situadas a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a
otros, unidas por escaleras de mano y aceras colgantes, coronadas por miradores
cubiertos de techos cónicos, cubas de depósitos de agua, veletas, de los que
sobresalen roldanas, sedales y grúas.
No se recuerda qué necesidad u orden o
deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por
eso no se sabe si quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos,
crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y por siempre
indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si a quien vive en Zenobia se le
pide que describa como vería feliz la vida, es siempre una ciudad como Zenobia
la que imagina, con sus pilotes y sus escalas colgantes, una Zenobia quizá
totalmente distinta, flameante de estandartes y de cintas , pero obtenida
siempre combinando elementos de aquel primer modelo.
Dicho esto, es inútil decidir si ha de
clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No
tiene sentido dividir las ciudades en estas dos especies, sino en otras dos:
las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los
deseos y aquellas en las que los deseos o bien logran borrar la ciudad o son
borrados por ella.
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